APOLOGÍA DEL CAZADOR SALVAJE
Soy
un completo salvaje, debo reconocerlo. Salvaje y un tanto ignorante, pero sobre
todo, un pensador políticamente incorrecto y un furibundo iconoclasta. Aun
siendo así, logro comprender que una de las mayores aspiraciones de nuestra
especie debe ser, precisamente, conseguir humanizar a la humanidad, cosa aún
muy lejana y quimérica, por cierto. Sin embargo, se puede afirmar que la
evolución misma nos aleja cada vez más de ese altruista propósito. Al menos
nuestros ancestros dirimían sus diferendos a garrotazos, mordidas y cabezazos,
mientras que ahora lo hacemos con armas de destrucción masiva capaces de
extinguir en un instante cualquier forma de vida sobre este planeta, lo cual
reforzaría la tesis de que en realidad la humanidad involuciona a un ritmo
exponencial.
Muchas
son las voces que se alzan en el mundo de hoy para alertar sobre los peligros
que entraña el desarrollo económico desenfrenado y el impacto negativo que este
genera en nuestro entorno. Científicos y ecologistas han logrado el nacimiento
de una conciencia social global sobre el daño que causamos a nuestra casa, apenas
una frágil esfera flotando en el inmenso mar del universo. En los últimos años
se aprecia un gran cambio en la actitud hacia lo natural. Las naciones
establecen políticas dirigidas a frenar y revertir el deterioro del medio
ambiente y surgen organizaciones de la sociedad civil defensoras de la ecología
y la protección de la flora y la fauna. Cada día se incrementa y generaliza el
interés por la comida orgánica y macrobiótica. La palabra ecológico se aplica a
todo como si se tratase de una marca de calidad irrefutable: autos ecológicos,
alimentos ecológicos y hasta tintas ecológicas para imprimir periódicos y
revistas. A simple vista pareciera que no es tan utópico el paradigma de una
humanidad más humana, y sobre todo, más ecológica. Pero solo a simple vista.
Como suele suceder, las posiciones extremas constituyen siempre el peor enemigo
de toda buena intención. Así los veganos y vegetarianos fundamentalistas
condenan la ingestión de cualquier dieta que incluya lo que ellos llaman
cadáveres y sus derivados. Algunos llegan al punto de no aplicar ningún tipo de
cocción a sus raciones alimenticias. Lo plantean de tal modo que en verdad
parece algo horroroso eso de estar engullendo cadáveres, ¿verdad? Lo que sucede
que es muy difícil comerse a un animal en pleno goce de sus signos vitales. Por
lo regular las personas prefieren que las chuletas no salgan corriendo al
primer mordisco, o que un pollo no pare de chillar mientras lo degustan. Aunque
la tolerancia y la convivencia nos obliguen a respetar la soberana decisión de
toda persona a consumir lo que prefiera, salvo, claro está, las especies en
vías de extinción o los subproductos de cualquier forma de canibalismo; lo que
olvidan los furibundos defensores de esta forma de alimentación, es que el homo
sapiens evolucionó hasta convertirse en el animal más inteligente de la fauna,
en gran medida gracias a su dieta y al uso del fuego en la cocción de los
alimentos, por tanto, si ellos pueden tener hoy el libre albedrío para
seleccionar el contenido de sus despensas, es precisamente gracias a los
banquetes de tostados y humeantes filetes de mamut que comieron sus ancestros
en torno a una hoguera. Además, ¿es que acaso las plantas no son también seres
vivos? En realidad resultan tan importantes en el equilibrio ecológico, como
los animalitos, ya que ambos son eucariontes, y por tanto, no hay razón para
discriminar a las verduritas como si de una forma inferior de vida se tratase.
En su obcecación no se dan cuenta de que ellos sí que se comen organismos vivos
y eso es prueba irrefutable de mucha crueldad. Deberían sacrificarlas primero y
no engullirlas sin compasión, mientras los pobres vegetales aún realizan sus
procesos metabólicos de fotosíntesis. Tal vez en un futuro no lejano descubran
que para ser consecuentes con sus postulados deberían comer solo tierra.
Una
cosa que tergiversan los devoradores de plantas vivas, son los avances del
conocimiento humano en materia de nutrición. Más bien aplican un sesgo
cognitivo, en este caso de falso consenso, lo cual, dicho en términos más
simples: escuchan lo que les conviene. Pongamos un ejemplo: el argumento que
más emplean los enemigos del consumo de leche es que ningún otro mamífero lacta
en la etapa adulta. Y estoy completamente de acuerdo, aunque reconozco de
inmediato que esta elemental argumentación es tan efectiva como engañosa. Una
total falacia, porque tampoco, que yo sepa, ningún otro animal sobre la faz de
la tierra, en su subsuelo o en la inmensidad de los mares; vertebrados o
invertebrados; ovíparos o mamíferos; adereza una ensalada vegetal con aceite,
sal y vinagre; o se prepara una hamburguesa vegetariana entre dos mitades de
pan de trigo y no por eso hay que prohibir el consumo de ensaladas, ni las
hamburguesas vegetarianas, y mucho menos el pan nuestro de cada día, sea de
trigo o de ese material sintético inescrutable con que lo elaboran en mi
panadería. Así que los devoradores de vegetales vivos deberían dejar en paz a
los carnívoros, a los omnívoros y hasta los insectívoros, que también hay
muchos que prefieren un banquete de suculentos bichos repletos de viscosidades,
a una buena tortilla de patatas, un filete de ternera, o incluso a una ensalada
de verduritas de la huerta. En fin, que hasta los coprófagos tienen cabida en
la pluralidad de este planeta.
Y
si comerse un trozo de carne de cerdo, un muslo de pollo, o un simple huevito
frito, es un pecado para los veganos fundamentalistas; para un creciente grupo
de animalistas, ecologistas y supuestos protectores de la naturaleza, las
actividades de caza y pesca constituyen una verdadera perversión herética, una
brutalidad injustificable ejecutada por cromañones sanguinarios y despiadados.
Como estas posturas maniqueas se han puesto tan de moda, intentaré aportar una
visión diferente.
Atención
animalistas y ecologistas integristas: la solución para revertir el daño
ecológico provocado por siglos de expansión incontrolable de nuestra especie no
es dejando de ser carnívoros, créanme. Recordemos que en este planeta habitan
más gallinas que seres humanos y que la suma de ratas y ratones nos supera
ampliamente a pesar de los esfuerzos por exterminarlos. El único modo fiable de
lograr contener e incluso revertir la catástrofe ecológica, sería la
eliminación inmediata y despiadada de algo más de siete mil millones de
personas y de esta forma regresar a los tiempos babilónicos del rey
Nabucodonosor donde, según cálculos científicos, existían apenas unos
doscientos o trescientos millones de humanos poblando la Tierra. Con toda
seguridad esos antepasados nuestros aún no habrían hecho mucho daño al entorno
natural de entonces.
El
culpable de todo este debate apocalíptico promovido por sectores ultra ecologistas,
es el aburrimiento. Algunos habitantes del llamado Primer Mundo, sobre todo en
la vieja y culta Europa, se aburren en medio de su obscena abundancia y se la
pasan buscando nuevas formas de entretenimiento. Cuando se cansan de pasar todo
el día frente a las pantallas de sus ordenadores sin contacto con el mundo
real, pretenden convertirse en redentores de todas las especies del planeta. Verdaderos
mecenas de una forma cuasi divina de humanidad. En ese exclusivo mundo donde
muchos niños creen que los pollos se fabrican mediante moldes en las
industrias, que la leche es un polvo que se extrae de las canteras y que las
hamburguesas son fruto de la ingeniería genética recombinante; sobra el tiempo
para generar estupideces. En medio de su total aburrimiento, pretenden que el
resto de los mortales les sigamos el juego. Y vuelvo a los ejemplos: se
inventaron el catch and release, una
práctica obligatoria para los pescadores deportivos donde pueden pescar,
siempre que no conviertan el pez en pescado. Esto es, que lo devuelvan al mar
después de sacarlo unos minutos del agua para hacerse la foto. Tomen nota que
hasta nombre en inglés tiene esta técnica novedosa de pesca sin muerte, lo que
ayuda a establecer su origen. No hay estudios conclusivos sobre el tema, pero
los que hemos visto el lamentable estado físico de un inmenso marlin, moribundo
después de combatir cuatro horas contra el avío del pescador, o de un pargo
sanjuanero al ser forzado a salir a la superficie desde las veinte o treinta
brazas, con los ojos fuera de las órbitas y media vejiga natatoria aflorando
por la boca producto de la violenta descompresión; no damos mucho crédito a la
teoría de la supervivencia tras el catch
and release. Lo importante para el pescador deportivo del Primer Mundo no
es si sobrevive o no. Después de devolverlo al agua, el tipo deja el destino
del pez en manos de Dios y si este decide que se vaya al fondo a alimentar al
resto de los peces con sus propias entrañas; inescrutables son los caminos del
Señor. No importa la tortura y sufrimiento infligido a un pez que no ha de
convertirse en pescado por obra y gracia del catch and release. El hombre tiene la consciencia tranquila: ha
cumplido su deber con la naturaleza. Y claro está, ese pescador, sensible
ecologista del primer mundo, se va luego al súper y compra unos inmensos lomos
de atún, envasado al vacío y refrigerado por la industria pesquera de nosotros
los tercermundistas. En mi caso, el único release
que me permito con la pesca del día es enviarla directo a la sartén. Cuéntenle
a cualquier pescador de Cojímar o de Jaimanitas, sobre la historia esa del catch and release. Seguramente lo
declararán ahí mismo persona non grata y sin derecho alguno a apelar tal
decisión. No podrá acercarse nunca más a menos de diez kilómetros de un
atracadero. En términos vernáculos, lo mandarán al carajo en el mejor de los
casos.
Sucede
otro tanto con la caza, aunque no en igualdad de términos. Sería demasiado
pedir que un pato retome el vuelo después de haber recibido la descarga de una
escopeta calibre doce. Pues bien, como los ecologistas del primer mundo no
podían pretender un catch and release
cinegético, se inventaron algo mucho más tenebroso ―aunque estoy convencido que
no es más que puro marketing―: La munición sintética. Resulta que el plomo
provoca una intoxicación conocida por saturnismo y se les ocurrió sustituir la
tradicional munición de este metal, por esas nuevas bolitas de acero o de
aleaciones de tungsteno con compuestos sintéticos. Ya verán como en poco tiempo
aparece alguien afirmando que el tungsteno provoca cáncer o que los polímeros
causan urticaria y disentería. Entonces introducirán al mercado nuevos
cartuchos ecológicos cargados con cualquier otra cosa, tal vez perdigones de
celulosa, que es un material biodegradable. Y es que no se trata de proteger a
los cazadores o sus familiares, que en algunas ocasiones han rechinado entre
sus dientes una bolita de plomo oculta entre las carnes de las piezas servidas
a la mesa en temporada. Nada de eso. Los ecológicos cartuchos de caza están
destinados a proteger… ¡a las aves de caza! ¡A las víctimas!, es decir, a los
patos, ¿pueden creerlo? Los mismos patos que el cazador pretende liquidar a
disparo limpio. Es como proporcionarle un frasco de aspirinas a un condenado a
muerte para que le duela menos la salva de fusilería o la coronilla
achicharrándose por el efecto de la violenta descarga eléctrica de la silla
capital. Pura hipocresía ecológica. Sobre todo porque la munición de guerra
sigue fabricándose con plomo y ningún ecologista ha protestado por este detalle
cuando en el mundo en que vivimos se disparan cada día muchos más proyectiles
de combate, que cartuchos de caza. Estoy seguro que después de dos guerras
mundiales, en los campos de Europa hay más plomo disperso que la producción
mundial actual de ese metal pesado. Pero claro, las guerras modernas se
producen en los países del tercer mundo y por eso no causan preocupación. Si
las tribus africanas o los jodidos árabes enferman de saturnismo, es un simple
daño colateral. Para las generaciones anteriores, incluida la mía, que de niños
pasábamos muchas horas al día organizando verdaderas batallas con ejércitos de
soldaditos de plomo, muy similares a aquel que inmortalizara el escritor danés
Hans Christian Andersen en un famoso cuento infantil; ese material nunca
constituyó mayor preocupación que su molesta blandura. Ya casi nadie lo
recuerda, pero aquellas minúsculas figuras, fundidas en puro y brillante plomo
desnudo ―al parecer las versiones polícromas no estaban al alcance del bolsillo
de mis padres―, necesitaban frecuentes rectificaciones de sus bases para
mantenerlos en pie después de las deformidades sufridas en los combates
campales o enderezarles, una y otra vez, las cabezas torcidas durante las
feroces batallas infantiles. Y qué mejor herramienta que nuestros propios
dientes y uñas para corregirles la postura. Al paso de los años descubrí que
los niños de antes tuvimos la suerte de ser completamente inmunes al saturnismo
o de lo contrario habríamos sucumbido en masa de tanto saborear nuestros
juguetes. Misterios sin resolver de la genética. Pero bien, en el mundo
desarrollado, finalmente los patos no tienen que preocuparse de intoxicarse con
plomo y las futuras ediciones de Hans Christian Andersen deberían renombrar el
famoso cuento infantil como: “El soldadito de silicona hipoalergénica”.
La
gran paradoja es que los habitantes de los países más contaminantes de este
planeta, los que mayores volúmenes de gases de efecto invernadero emiten a la
atmósfera, los que provocan los mayores vertimientos de productos tóxicos a las
aguas o que entierran en el subsuelo sus desechos nucleares; nos pretendan
convencer de proteger el medio ambiente con el catch and release o las bolitas no tóxicas en los cartuchos de
caza. Llegan al extremo de propugnar que se debe evitar a toda costa que las
tribus salvajes del Amazonas o las etnias trashumantes del Serengueti, entren
en contacto con el mundo desarrollado para evitar extinguir sus ancestrales
culturas. Que se queden como están. Los niños con sus barriguitas hinchadas de parásitos
o muriendo a montones, víctimas de enfermedades infecciosas que el mundo
desarrollado cura con unas simples píldoras de la farmacia. Sin acceso al agua
potable, ni a los supermercados y mucho menos a Internet. Analfabetos y
desnutridos. ¿Para qué necesitan unos tejanos si ya tienen sus taparrabos de
hojas de palmera? Todo sea por salvar su primitivo modo de vida en peligro de
desaparecer. Habría que preguntarle a los afectados su opinión sobre el tema.
He
conocido que cada vez más animalistas llegan a amenazar de muerte a los
cazadores en las redes sociales. ¿Hasta dónde puede llegar la enajenación de
esta plaga de inútiles aburridos? La gran paradoja es que para ellos, asesinar
a un ser humano parece no ser un hecho punible cuando se trata de defender la
vida de un animal. Claro está, para todo aquel que acostumbra a cazar en el
monte, o ha dado cara a un jabalí salvaje, estos chillidos estériles pueden
resultar tan amenazadores como el molesto zumbido de una mosca de esas que
acostumbran a merodear las partes pudendas del ganado. No obstante, un zumbido
que molesta por la verborrea ofensiva y amenazante que despliegan.
Me
comentaba la directora del museo Ernest Hemingway de La Habana, que muchos
turistas norteamericanos contemplan horrorizados las cabezas de animales
disecados que cubren las paredes de la finca Vigía, el hogar cubano del Dios de
Bronce de la Literatura. Allí permanecen colgados los trofeos de las cacerías
del escritor en sus safaris de África. ¡Qué bestialidad tan inhumana eso de
exhibir animales disecados!, dicen los visitantes.
Típico
de los norteamericanos de ahora ―opiné― que obcecados en las pantallas de sus
IPhones, no deben tener muy clara la idea de quién era Hemingway, eclipsado en
su fama por Oprah Winfrey o Mark Zuckerberg. Tal vez crean que se trata de uno
de los padres fundadores de la Unión o lo confundan con el retrato de Ulysses
Grant que aparece en los billetes de cincuenta dólares. Estos norteamericanos
modernos han olvidado por completo que fueron sus propios bisabuelos los que
acabaron a tiro limpio con las poblaciones millonarias de bisontes… y de indios
nativos también, que muy rápido que se cargaron a los Sioux, a los Apaches, a
los Cheyenes y a un centenar de otras tribus originarias. Ahora son capaces de
gastar miles de dólares en salvar una sola cría de rinoceronte en las praderas
africanas, cuando a pocos pasos de allí, en las aldeas vecinas, familias
enteras de los masáis languidecen de hambruna y sin acceso a fuentes de agua o
a la atención médica más elemental. Se movilizan en grandes protestas contra la
extracción de combustibles fósiles, pero cuidan de mantener llenos a tope los
depósitos de sus autos. Estoy seguro que Papa Hemingway los habría expulsado de
su casa a tiro limpio con su escopeta de dos cañones cargada con munición… ¡de
plomo! Y si no sucumben a los disparos, ¡que se mueran de saturnismo!
Hoy
cobra sentido una enigmática expresión de Hemingway: El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve. Su pico occidental se
llama en masái Ngàje Ngài, La Casa de Dios. Cerca de la cima se encuentra el
esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicar nunca qué
buscaba el leopardo por aquellas alturas. Para mí está claro. El leopardo
huía de este mundo nuestro, loco y contradictorio. Prefirió morir de frío en
las altas cumbres nevadas, antes que ser víctima de los cartuchos ecológicos o
del catch and release. Muy bien por
el leopardo. Me gusta pescar y me gusta cazar, y no me provoca
arrepentimientos. Hago ambas cosas siempre que puedo y nunca he soltado un pez
después de convertirlo en pescado, y los patos que cazo caen al suelo rellenos
de bolitas de plomo, que en ocasiones he masticado y tragado, integradas a la
sazón de un pato a la naranja o un ragú de conejo. Mis presas me hacen sentir
más humano, más cercano a ese hombre primitivo que cazaba y pescaba como uno
más en su entorno salvaje. Sé que nado contra corriente y que tal vez al final
perderé la batalla. Así de loco anda el mundo. Pero créanme, a pesar de mi
condición de asesino confeso de presas cinegéticas, de monstruo anacrónico, salvaje
y retrógrado hombre de las cavernas; no pienso que eliminar a siete mil
millones de mis congéneres sea la solución a los problemas ecológicos de este
planeta. Estigmatizar la caza y la pesca deportivas tampoco. Ante las amenazas
de los animalistas acérrimos, recuerden el título de este artículo. Soy un
cazador salvaje. Les espero. Y si quieren culpar a alguien por la mortalidad de
todas las especies, que la emprendan contra los virus y bacterias, pero que nos
dejen de una vez cazar en paz.
