sábado, 22 de febrero de 2020


APOLOGÍA DEL CAZADOR SALVAJE

Soy un completo salvaje, debo reconocerlo. Salvaje y un tanto ignorante, pero sobre todo, un pensador políticamente incorrecto y un furibundo iconoclasta. Aun siendo así, logro comprender que una de las mayores aspiraciones de nuestra especie debe ser, precisamente, conseguir humanizar a la humanidad, cosa aún muy lejana y quimérica, por cierto. Sin embargo, se puede afirmar que la evolución misma nos aleja cada vez más de ese altruista propósito. Al menos nuestros ancestros dirimían sus diferendos a garrotazos, mordidas y cabezazos, mientras que ahora lo hacemos con armas de destrucción masiva capaces de extinguir en un instante cualquier forma de vida sobre este planeta, lo cual reforzaría la tesis de que en realidad la humanidad involuciona a un ritmo exponencial.
Muchas son las voces que se alzan en el mundo de hoy para alertar sobre los peligros que entraña el desarrollo económico desenfrenado y el impacto negativo que este genera en nuestro entorno. Científicos y ecologistas han logrado el nacimiento de una conciencia social global sobre el daño que causamos a nuestra casa, apenas una frágil esfera flotando en el inmenso mar del universo. En los últimos años se aprecia un gran cambio en la actitud hacia lo natural. Las naciones establecen políticas dirigidas a frenar y revertir el deterioro del medio ambiente y surgen organizaciones de la sociedad civil defensoras de la ecología y la protección de la flora y la fauna. Cada día se incrementa y generaliza el interés por la comida orgánica y macrobiótica. La palabra ecológico se aplica a todo como si se tratase de una marca de calidad irrefutable: autos ecológicos, alimentos ecológicos y hasta tintas ecológicas para imprimir periódicos y revistas. A simple vista pareciera que no es tan utópico el paradigma de una humanidad más humana, y sobre todo, más ecológica. Pero solo a simple vista. Como suele suceder, las posiciones extremas constituyen siempre el peor enemigo de toda buena intención. Así los veganos y vegetarianos fundamentalistas condenan la ingestión de cualquier dieta que incluya lo que ellos llaman cadáveres y sus derivados. Algunos llegan al punto de no aplicar ningún tipo de cocción a sus raciones alimenticias. Lo plantean de tal modo que en verdad parece algo horroroso eso de estar engullendo cadáveres, ¿verdad? Lo que sucede que es muy difícil comerse a un animal en pleno goce de sus signos vitales. Por lo regular las personas prefieren que las chuletas no salgan corriendo al primer mordisco, o que un pollo no pare de chillar mientras lo degustan. Aunque la tolerancia y la convivencia nos obliguen a respetar la soberana decisión de toda persona a consumir lo que prefiera, salvo, claro está, las especies en vías de extinción o los subproductos de cualquier forma de canibalismo; lo que olvidan los furibundos defensores de esta forma de alimentación, es que el homo sapiens evolucionó hasta convertirse en el animal más inteligente de la fauna, en gran medida gracias a su dieta y al uso del fuego en la cocción de los alimentos, por tanto, si ellos pueden tener hoy el libre albedrío para seleccionar el contenido de sus despensas, es precisamente gracias a los banquetes de tostados y humeantes filetes de mamut que comieron sus ancestros en torno a una hoguera. Además, ¿es que acaso las plantas no son también seres vivos? En realidad resultan tan importantes en el equilibrio ecológico, como los animalitos, ya que ambos son eucariontes, y por tanto, no hay razón para discriminar a las verduritas como si de una forma inferior de vida se tratase. En su obcecación no se dan cuenta de que ellos sí que se comen organismos vivos y eso es prueba irrefutable de mucha crueldad. Deberían sacrificarlas primero y no engullirlas sin compasión, mientras los pobres vegetales aún realizan sus procesos metabólicos de fotosíntesis. Tal vez en un futuro no lejano descubran que para ser consecuentes con sus postulados deberían comer solo tierra.
Una cosa que tergiversan los devoradores de plantas vivas, son los avances del conocimiento humano en materia de nutrición. Más bien aplican un sesgo cognitivo, en este caso de falso consenso, lo cual, dicho en términos más simples: escuchan lo que les conviene. Pongamos un ejemplo: el argumento que más emplean los enemigos del consumo de leche es que ningún otro mamífero lacta en la etapa adulta. Y estoy completamente de acuerdo, aunque reconozco de inmediato que esta elemental argumentación es tan efectiva como engañosa. Una total falacia, porque tampoco, que yo sepa, ningún otro animal sobre la faz de la tierra, en su subsuelo o en la inmensidad de los mares; vertebrados o invertebrados; ovíparos o mamíferos; adereza una ensalada vegetal con aceite, sal y vinagre; o se prepara una hamburguesa vegetariana entre dos mitades de pan de trigo y no por eso hay que prohibir el consumo de ensaladas, ni las hamburguesas vegetarianas, y mucho menos el pan nuestro de cada día, sea de trigo o de ese material sintético inescrutable con que lo elaboran en mi panadería. Así que los devoradores de vegetales vivos deberían dejar en paz a los carnívoros, a los omnívoros y hasta los insectívoros, que también hay muchos que prefieren un banquete de suculentos bichos repletos de viscosidades, a una buena tortilla de patatas, un filete de ternera, o incluso a una ensalada de verduritas de la huerta. En fin, que hasta los coprófagos tienen cabida en la pluralidad de este planeta.
Y si comerse un trozo de carne de cerdo, un muslo de pollo, o un simple huevito frito, es un pecado para los veganos fundamentalistas; para un creciente grupo de animalistas, ecologistas y supuestos protectores de la naturaleza, las actividades de caza y pesca constituyen una verdadera perversión herética, una brutalidad injustificable ejecutada por cromañones sanguinarios y despiadados. Como estas posturas maniqueas se han puesto tan de moda, intentaré aportar una visión diferente.
Atención animalistas y ecologistas integristas: la solución para revertir el daño ecológico provocado por siglos de expansión incontrolable de nuestra especie no es dejando de ser carnívoros, créanme. Recordemos que en este planeta habitan más gallinas que seres humanos y que la suma de ratas y ratones nos supera ampliamente a pesar de los esfuerzos por exterminarlos. El único modo fiable de lograr contener e incluso revertir la catástrofe ecológica, sería la eliminación inmediata y despiadada de algo más de siete mil millones de personas y de esta forma regresar a los tiempos babilónicos del rey Nabucodonosor donde, según cálculos científicos, existían apenas unos doscientos o trescientos millones de humanos poblando la Tierra. Con toda seguridad esos antepasados nuestros aún no habrían hecho mucho daño al entorno natural de entonces.
El culpable de todo este debate apocalíptico promovido por sectores ultra ecologistas, es el aburrimiento. Algunos habitantes del llamado Primer Mundo, sobre todo en la vieja y culta Europa, se aburren en medio de su obscena abundancia y se la pasan buscando nuevas formas de entretenimiento. Cuando se cansan de pasar todo el día frente a las pantallas de sus ordenadores sin contacto con el mundo real, pretenden convertirse en redentores de todas las especies del planeta. Verdaderos mecenas de una forma cuasi divina de humanidad. En ese exclusivo mundo donde muchos niños creen que los pollos se fabrican mediante moldes en las industrias, que la leche es un polvo que se extrae de las canteras y que las hamburguesas son fruto de la ingeniería genética recombinante; sobra el tiempo para generar estupideces. En medio de su total aburrimiento, pretenden que el resto de los mortales les sigamos el juego. Y vuelvo a los ejemplos: se inventaron el catch and release, una práctica obligatoria para los pescadores deportivos donde pueden pescar, siempre que no conviertan el pez en pescado. Esto es, que lo devuelvan al mar después de sacarlo unos minutos del agua para hacerse la foto. Tomen nota que hasta nombre en inglés tiene esta técnica novedosa de pesca sin muerte, lo que ayuda a establecer su origen. No hay estudios conclusivos sobre el tema, pero los que hemos visto el lamentable estado físico de un inmenso marlin, moribundo después de combatir cuatro horas contra el avío del pescador, o de un pargo sanjuanero al ser forzado a salir a la superficie desde las veinte o treinta brazas, con los ojos fuera de las órbitas y media vejiga natatoria aflorando por la boca producto de la violenta descompresión; no damos mucho crédito a la teoría de la supervivencia tras el catch and release. Lo importante para el pescador deportivo del Primer Mundo no es si sobrevive o no. Después de devolverlo al agua, el tipo deja el destino del pez en manos de Dios y si este decide que se vaya al fondo a alimentar al resto de los peces con sus propias entrañas; inescrutables son los caminos del Señor. No importa la tortura y sufrimiento infligido a un pez que no ha de convertirse en pescado por obra y gracia del catch and release. El hombre tiene la consciencia tranquila: ha cumplido su deber con la naturaleza. Y claro está, ese pescador, sensible ecologista del primer mundo, se va luego al súper y compra unos inmensos lomos de atún, envasado al vacío y refrigerado por la industria pesquera de nosotros los tercermundistas. En mi caso, el único release que me permito con la pesca del día es enviarla directo a la sartén. Cuéntenle a cualquier pescador de Cojímar o de Jaimanitas, sobre la historia esa del catch and release. Seguramente lo declararán ahí mismo persona non grata y sin derecho alguno a apelar tal decisión. No podrá acercarse nunca más a menos de diez kilómetros de un atracadero. En términos vernáculos, lo mandarán al carajo en el mejor de los casos.
Sucede otro tanto con la caza, aunque no en igualdad de términos. Sería demasiado pedir que un pato retome el vuelo después de haber recibido la descarga de una escopeta calibre doce. Pues bien, como los ecologistas del primer mundo no podían pretender un catch and release cinegético, se inventaron algo mucho más tenebroso ―aunque estoy convencido que no es más que puro marketing―: La munición sintética. Resulta que el plomo provoca una intoxicación conocida por saturnismo y se les ocurrió sustituir la tradicional munición de este metal, por esas nuevas bolitas de acero o de aleaciones de tungsteno con compuestos sintéticos. Ya verán como en poco tiempo aparece alguien afirmando que el tungsteno provoca cáncer o que los polímeros causan urticaria y disentería. Entonces introducirán al mercado nuevos cartuchos ecológicos cargados con cualquier otra cosa, tal vez perdigones de celulosa, que es un material biodegradable. Y es que no se trata de proteger a los cazadores o sus familiares, que en algunas ocasiones han rechinado entre sus dientes una bolita de plomo oculta entre las carnes de las piezas servidas a la mesa en temporada. Nada de eso. Los ecológicos cartuchos de caza están destinados a proteger… ¡a las aves de caza! ¡A las víctimas!, es decir, a los patos, ¿pueden creerlo? Los mismos patos que el cazador pretende liquidar a disparo limpio. Es como proporcionarle un frasco de aspirinas a un condenado a muerte para que le duela menos la salva de fusilería o la coronilla achicharrándose por el efecto de la violenta descarga eléctrica de la silla capital. Pura hipocresía ecológica. Sobre todo porque la munición de guerra sigue fabricándose con plomo y ningún ecologista ha protestado por este detalle cuando en el mundo en que vivimos se disparan cada día muchos más proyectiles de combate, que cartuchos de caza. Estoy seguro que después de dos guerras mundiales, en los campos de Europa hay más plomo disperso que la producción mundial actual de ese metal pesado. Pero claro, las guerras modernas se producen en los países del tercer mundo y por eso no causan preocupación. Si las tribus africanas o los jodidos árabes enferman de saturnismo, es un simple daño colateral. Para las generaciones anteriores, incluida la mía, que de niños pasábamos muchas horas al día organizando verdaderas batallas con ejércitos de soldaditos de plomo, muy similares a aquel que inmortalizara el escritor danés Hans Christian Andersen en un famoso cuento infantil; ese material nunca constituyó mayor preocupación que su molesta blandura. Ya casi nadie lo recuerda, pero aquellas minúsculas figuras, fundidas en puro y brillante plomo desnudo ―al parecer las versiones polícromas no estaban al alcance del bolsillo de mis padres―, necesitaban frecuentes rectificaciones de sus bases para mantenerlos en pie después de las deformidades sufridas en los combates campales o enderezarles, una y otra vez, las cabezas torcidas durante las feroces batallas infantiles. Y qué mejor herramienta que nuestros propios dientes y uñas para corregirles la postura. Al paso de los años descubrí que los niños de antes tuvimos la suerte de ser completamente inmunes al saturnismo o de lo contrario habríamos sucumbido en masa de tanto saborear nuestros juguetes. Misterios sin resolver de la genética. Pero bien, en el mundo desarrollado, finalmente los patos no tienen que preocuparse de intoxicarse con plomo y las futuras ediciones de Hans Christian Andersen deberían renombrar el famoso cuento infantil como: “El soldadito de silicona hipoalergénica”.
La gran paradoja es que los habitantes de los países más contaminantes de este planeta, los que mayores volúmenes de gases de efecto invernadero emiten a la atmósfera, los que provocan los mayores vertimientos de productos tóxicos a las aguas o que entierran en el subsuelo sus desechos nucleares; nos pretendan convencer de proteger el medio ambiente con el catch and release o las bolitas no tóxicas en los cartuchos de caza. Llegan al extremo de propugnar que se debe evitar a toda costa que las tribus salvajes del Amazonas o las etnias trashumantes del Serengueti, entren en contacto con el mundo desarrollado para evitar extinguir sus ancestrales culturas. Que se queden como están. Los niños con sus barriguitas hinchadas de parásitos o muriendo a montones, víctimas de enfermedades infecciosas que el mundo desarrollado cura con unas simples píldoras de la farmacia. Sin acceso al agua potable, ni a los supermercados y mucho menos a Internet. Analfabetos y desnutridos. ¿Para qué necesitan unos tejanos si ya tienen sus taparrabos de hojas de palmera? Todo sea por salvar su primitivo modo de vida en peligro de desaparecer. Habría que preguntarle a los afectados su opinión sobre el tema.
He conocido que cada vez más animalistas llegan a amenazar de muerte a los cazadores en las redes sociales. ¿Hasta dónde puede llegar la enajenación de esta plaga de inútiles aburridos? La gran paradoja es que para ellos, asesinar a un ser humano parece no ser un hecho punible cuando se trata de defender la vida de un animal. Claro está, para todo aquel que acostumbra a cazar en el monte, o ha dado cara a un jabalí salvaje, estos chillidos estériles pueden resultar tan amenazadores como el molesto zumbido de una mosca de esas que acostumbran a merodear las partes pudendas del ganado. No obstante, un zumbido que molesta por la verborrea ofensiva y amenazante que despliegan.
Me comentaba la directora del museo Ernest Hemingway de La Habana, que muchos turistas norteamericanos contemplan horrorizados las cabezas de animales disecados que cubren las paredes de la finca Vigía, el hogar cubano del Dios de Bronce de la Literatura. Allí permanecen colgados los trofeos de las cacerías del escritor en sus safaris de África. ¡Qué bestialidad tan inhumana eso de exhibir animales disecados!, dicen los visitantes.
Típico de los norteamericanos de ahora ―opiné― que obcecados en las pantallas de sus IPhones, no deben tener muy clara la idea de quién era Hemingway, eclipsado en su fama por Oprah Winfrey o Mark Zuckerberg. Tal vez crean que se trata de uno de los padres fundadores de la Unión o lo confundan con el retrato de Ulysses Grant que aparece en los billetes de cincuenta dólares. Estos norteamericanos modernos han olvidado por completo que fueron sus propios bisabuelos los que acabaron a tiro limpio con las poblaciones millonarias de bisontes… y de indios nativos también, que muy rápido que se cargaron a los Sioux, a los Apaches, a los Cheyenes y a un centenar de otras tribus originarias. Ahora son capaces de gastar miles de dólares en salvar una sola cría de rinoceronte en las praderas africanas, cuando a pocos pasos de allí, en las aldeas vecinas, familias enteras de los masáis languidecen de hambruna y sin acceso a fuentes de agua o a la atención médica más elemental. Se movilizan en grandes protestas contra la extracción de combustibles fósiles, pero cuidan de mantener llenos a tope los depósitos de sus autos. Estoy seguro que Papa Hemingway los habría expulsado de su casa a tiro limpio con su escopeta de dos cañones cargada con munición… ¡de plomo! Y si no sucumben a los disparos, ¡que se mueran de saturnismo!
Hoy cobra sentido una enigmática expresión de Hemingway: El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve. Su pico occidental se llama en masái Ngàje Ngài, La Casa de Dios. Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicar nunca qué buscaba el leopardo por aquellas alturas. Para mí está claro. El leopardo huía de este mundo nuestro, loco y contradictorio. Prefirió morir de frío en las altas cumbres nevadas, antes que ser víctima de los cartuchos ecológicos o del catch and release. Muy bien por el leopardo. Me gusta pescar y me gusta cazar, y no me provoca arrepentimientos. Hago ambas cosas siempre que puedo y nunca he soltado un pez después de convertirlo en pescado, y los patos que cazo caen al suelo rellenos de bolitas de plomo, que en ocasiones he masticado y tragado, integradas a la sazón de un pato a la naranja o un ragú de conejo. Mis presas me hacen sentir más humano, más cercano a ese hombre primitivo que cazaba y pescaba como uno más en su entorno salvaje. Sé que nado contra corriente y que tal vez al final perderé la batalla. Así de loco anda el mundo. Pero créanme, a pesar de mi condición de asesino confeso de presas cinegéticas, de monstruo anacrónico, salvaje y retrógrado hombre de las cavernas; no pienso que eliminar a siete mil millones de mis congéneres sea la solución a los problemas ecológicos de este planeta. Estigmatizar la caza y la pesca deportivas tampoco. Ante las amenazas de los animalistas acérrimos, recuerden el título de este artículo. Soy un cazador salvaje. Les espero. Y si quieren culpar a alguien por la mortalidad de todas las especies, que la emprendan contra los virus y bacterias, pero que nos dejen de una vez cazar en paz.


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